“El gran ausente” de la política
ecuatoriana, José María Velasco Ibarra, cinco veces presidente de la República,
retornó a Quito el 15 de febrero de 1979 con el cadáver de su esposa Corina
Parral, procedente de Buenos Aires donde residían, a “meditar y a morir”. El
carismático líder era la premonición de la muerte.
Velasco Ibarra y Corina Parral |
La muerte de Corita, como Velasco
llamaba a su esposa, lo abrumó, aturdió, asombró. Hablaba constantemente del
amor y la muerte.
El amor para el expresidente era
“soñar y supervivir”. El amor de estos esposos supervivió porque siempre se
comprendieron, eran una sola vida y un solo corazón; José María apoyó las
ilusiones artísticas y literarias de Corita y ella la actividad política y de
escritor de su esposo; no ambicionaron riquezas, querían ser y no tener, es
decir servir, vivieron pobremente, pero con dignidad, constituyeron un ejemplo
como pareja para los ecuatorianos.
Corita manifestaba que José María
era todo bondad, caballeroso, noble, profundo, genial; José María la calificó
como mujer de corazón y mente divinos, amor leal, valiente.
El morir para el prominente
político era “vivir para siempre”; en los últimos días de “viejo huérfano”,
como se autocalificó, se negó a comer; tuvo a su esposa en el pensamiento hasta
el último instante. “Haga rezar por Corita, padre”, le decía repetidamente al
sacerdote Tipán, que lo asistió espiritualmente.
Falleció en Quito el 30 de marzo
de 1979, sus restos están enterrados en el cementerio de San Diego, en Quito,
junto a los de su esposa. Juntos en la vida y en el más allá. Negaba que
existiera la muerte porque “el amor ilumina la vida y transforma la muerte en
resurrección”; ella murió al bajar de un colectivo, él murió de amor.
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