Lastheny era toda virtud, se jactaba de ser feliz y haberse
casado para toda la vida. Daba continuamente consejos a sus compañeros de
trabajo acerca de la fidelidad en el matrimonio, a pesar de las limitaciones
económicas. Se desempeñaba en dos empleos cuando su adorado esposo, Gilberto,
bajito, trigueño, gordito, quedó desempleado. Ella, trigueña, alta y delgada,
no era una bella que encantaba ni una fea que espantaba, corriente como dicen.
Muchos compañeros la cortejaban; pero no cedía hasta que se cansó de su vago,
diabético y feo marido y lo mandó a volar; se enamoró perdidamente de su jefe
Rodolfo y no le importaba que murmuraran, pues el ofendido no se fue del hogar
y todos los días concurría a la salida de la institución para esperarla
pacientemente más de una hora.
Rodolfo era feliz dentro; Gilberto, afuera.
Lastheny perdió su cara seria y disfrutaba de su cuerpo pecador; mientras sus
frustrados admiradores le cantaban burlonamente al pasar: “¿Por qué te hizo el
destino, pecadora?”.
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