García Moreno era el mandatario
de hierro, enderezador de todo lo que andaba chueco en la República del
Ecuador; amaba a los curas honrados, pero detestaba a los deshonesto que desprestigiaban
la religión católica. Emprendía viajes breves, montado en su caballo, y
acompañado de su fiel edecán de apellido Pallares para visitar pueblos en los
que había denuncias por el relajamiento moral de los sacerdotes. Pasaba
inadvertido como cualquier ciudadano, disfrazado de comerciante en busca de
negocios; nadie lo reconocía.
Dormía en el pueblecito de
Sicalpa, en cierta ocasión, cuando una gran farra interrumpió su sueño. Decidió
asistir a la fiesta. Sin inmutarse, observó que un sujeto alto, gordo, de doble
papada bailaba como trompo, con señoras y señoritas incansablemente; tomaba
trago, reía, abrazaba y besaba a las damas. Se indignó el mandatario cuando se
enteró de que se trataba del cura de Sicalpa… ¡Pobrecito!
Poco después, las campanas de la
iglesia llaman a misa. El cura farrista abandona la fiesta a la seis de la
mañana para celebrar la santa misa, en estado de embriaguez… De repente aparece
la figura imponente del presidente para cerrarle el paso y decirle al fraile
que no podía dar misa. ¿Tú quién eres para impedírmelo? Vociferó el corrupto,
pero se le quitó la borrachera al oír la respuesta: Gabriel García Moreno. El
miedo lo enmudeció y palideció, se tambaleó y cayó pesadamente al suelo… murió
de la impresión.
García Moreno era simplemente
enemigo de la corrupción venga de donde viniere; puso en orden a los sacerdotes
de costumbres licenciosas.
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