Los muchachos de los barrios
guayaquileños de antaño jugábamos fútbol en las ligas de novatos,
participábamos en los torneos de box de los Guantes de oro, organizábamos
campeonatos de indor fútbol, concurríamos a los estrenos cinematográficos, a
los sonados bailes estudiantiles de los colegios fiscales; nos defendíamos de
malcriados o delincuentes a trompón limpio, nada de cuchillos ni revólveres;
las pandillas juveniles, los robos y las escopetas recortadas vinieron después.
En cada barrio había una gallada
que paraba en la esquina, hacía respetar a las muchachas y sus familias, el
territorio era sagrado e inmortal. Existían peleadores en orden del uno al
diez, el número uno era quien sacaba la cara por los demás; era todo un arte
aprender a defenderse; conocí barrios bravos como el de Alcedo y Santa Elena,
Avenida del Ejército y Portete, el parque de La madre, Boyacá y Nueve de
Octubre donde Elmo “Cura” Suárez se hacía respetar.
Hubo homosexuales confesos que
aseguraban que para pelear eran muy machos, como el “Tuerto” Alfonso, alto y
delgado, de Colón y Pío Montúfar, que cacheteaba con los pies y soñaba a los
que se burlaban de él; fue el primer karateca de Guayaquil, que se adelantó a
su tiempo.
Las muchachas no formaron
galladas, como ahora las pandilleras juveniles, porque eran más tranquilas; los
padres no las dejaban fácilmente salir de las casas; los enamorados las
saludaban desde las esquinas o se acercaban a las ventanas para conversar;
concurrían a los bailes estudiantiles acompañados de los hermanos; las menores
de 18 años eran muy respetadas por sus enamorados, pues si tenían relaciones
sexuales con ellas eran obligados a casarse o ir a la cárcel. Son recuerdos del
tiempo viejo de Guayaquil.
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