Guacho, un microtraficante cuyo apellido no vamos a escribir
aquí, decidió ingresar en el fatal negocio del microtráfico porque según él estaba
sin hacer nada en la vida, pues no logró entrar a la universidad ni encontró trabajo.
Con el estómago vacío se olvidó de la ética y los panas del barrio lo
convencieron para vender droga a la entrada y salida de los colegios, barrios, discotecas,
universidades.
Ganó dinero para vestirse bien y disimular. Se divertía en
las discotecas inhalando cocaína, bailando y enamorando a la chica de su predilección.
Se enamoró perdidamente de una compañera de negocio, Anita, alta trigueña de
cuerpo cimbreante, admirada por su belleza. Pero la felicidad en la vida de los
microtraficantes dura poco. Cayó en cana. Ahí supo cómo cantaba Daniel Santos que
“los amigos son extraños y se olvida la humanidad”. En las visitas a la penitenciaría,
Anita se enamoró de un guardia y dejó a Guacho.
Solo con su soledad, sobreviviendo entre ratas, reflexionó
que “querer es poder”. Juró y rejuró que cuando saliera de la cárcel no iba a
vender droga. Lo cumplió, aunque la banda lo amenazaba con matarlo. Decidió dejarse crecer la barba para no ser
reconocido y viajó a algún rincón del país, donde ahora vive tranquilo desempeñando
cualquier trabajo honrado que logra.
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